27.4.09

Derecho a ser diferente



Hola Javier

¿Sabes quién soy? Nambi, o Renacuajo como tú me llamabas cuando me encontrabas
chapoteando en el arroyo ¿Cómo estás?

Todavía me gusta recordar el día que llegaste a la aldea. Cuando te vi por primera
vez con esa piel tan pálida, pensé que tal vez estabas desteñido o despintado. A los pocos días, cuando tu piel, por el sol, se volvió completamente roja, creí que eras como hijo de cangrejo y cuando te cubrimos de cataplasmas de lodo y hierbas para aliviar
las quemaduras de la insolación, llegaste a ser igual que los gusanos de arena.


En las excursiones al río, me sentaba en lo alto de las rocas, para desde allí observar tus largas piernas, el pelo liso, y tu cuerpo moviéndose con dificultad entre tus sonoras carcajadas y los ruidos de las manos sacudiendo el agua.


¿Por qué su piel es blanca como las tripas del pescado? ¿Por qué no tiene nuestro precioso negro azulado? ¿Por qué su pelo no es ensortijado? ¿Por qué no sabe bailar? ¿Por qué su nariz no es como la nuestra?, me preguntaba a todas horas. Después de pensar y pensar (porque siempre he pensado mucho), recordé la historia de Manbú.


Manbú nació en una aldea vecina, en la ladera del volcán dormido. Al poco tiempo de dar sus Primeros pasos comenzó a crecer y crecer. Tanto creció que tuvieron que construirle una cabaña especial. Así y todo dormía con los pies fuera de la puerta y al amanecer salía a cuatro patas. A Los siete años de edad, Manbú era tan alto como el árbol de la silva. Cuando alargaba sus brazos podía rozar las estrellas. Ser alto tiene muchas ventajas pero Manbú no las apreciaba. Manbú estaba demasiado solo.

Era diferente y todo el mundo se lo hacía notar. No tenía amigos y nadie quería jugar con él. Una noche de luna llena en la que todo el poblado había salido de caza, Manbú se fue de la aldea y desapareció en la selva. No volvieron a saber de él durante meses, hasta que el volcán despertó. Los ojos de Manbú, siempre vigilantes, divisaron en la claridad de la noche cómo, de la cima del volcán, se iniciaba el rápido descenso de la lava ardiente. La aldea dormía sin presentir el peligro que se avecinaba. Manbú, a grandes zancadas atravesó la selva. Gritando y agitando los largos brazos despertó a los habitantes que pronto se pusieron a cubierto, logrando así salvar sus vidas de la lava candente y las emanaciones del azufre. Al día siguiente, gradecidos le rogaron que volviera. Pero Manbú no se sentía realmente querido y volvió a desaparecer.

Algún tiempo después, la luna que jugaba al escondite, se perdió en el firmamento. Desde aquel momento las noches se sumieron en una triste y larga oscuridad. La gente de la aldea cazaba de noche y sin la luz de la dama blanca morirían de hambre. Por eso el gran jefe de la aldea ordenó tocar los tambores para llamar a Manbú y pedirle su ayuda. Manbú acudió a la llamada, recostado en la arena, escuchó las súplicas de su gente y como era un hombre de buen corazón, accedió a ayudarles.

Subió a la cima de la montaña más alta, se levantó sobre las puntas de los pies, estiró los brazos y con las manos rebuscó entre las estrellas hasta encontrar la luna que se encontraba mareada y perdida en una constelación. Ató el extremo de un fino hilo al borde de la luna y el otro extremo a la rama de un árbol. Desde entonces la luna nunca más ha vuelto a perderse y está segura allá, en
el cielo de la noche. Manbú encontró el cariño de los suyos y a pesar de ser diferente, nunca más volvió a sentirse solo.


¿Ves, Javier? Lo maravilloso es que todos, en cierta forma, seamos diferentes e increíblemente iguales. Aunque seas blanco como las tripas del pescado crudo, te queremos como eres.


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3 comentarios:

Mariajo dijo...

:-) Es bonito el cuento!!
Mariajo

Sonia dijo...

Gracias Laura, como sabes..me viene de maravilla el cuento.
Mil besos,
Sonia

Beatriz dijo...

Lo copiare en una tarjeta y lo pondre en el album de los deseos, para leerselo a mi peque algun dia.
Beatriz